por Luciana Domínguez

 

Me cuesta. Me abruma el sentimiento acumulado en la delantera de la garganta.

Sos vos, pero también el espacio que ocupás, que late más allá de vos.

Se me cierran los ojos con fuerza. Mis mejillas suben a la altura, justito para acurrucar la tristeza que llueve.

 

Cuando quiero mirar afuera, me pregunto para qué. ¿Con qué sentido seguís abriendo la puerta cada vez que llamo?

Se me ocurre que algunas personas somos la gasa con pervinox para otras, ¿de eso se trata?

 

Y yo tengo unas ganas de saber cómo estás.

Si la fiebre sigue.

Si pudiste levantarte.

Si te dieron los resultados.

 

Pero ya volviste a cerrar

y a dejarme del lado del aguacero.

 

Cuando no me queda más que mirar adentro, sucede. Es pena. Y un poco me avergüenzo. Esa insistente manera de quedarme donde no me quieren. Este mendigue de cariño. Las fotos desnuda, para que vos te pajees. Tus videos de goce, que sólo pido para creerlos algún tipo de abrazo.

 

Y entonces reflexiono

que el amor nunca se parece a la insistencia

que la ilusión es por cada vez que no te vas por completo

y que es momento de irme yo.

 

Igual, ya sabés. Te dije.

Que el afecto queda, porque está más hondo.

Y que en esta vida y las que vengan, conmigo podés contar.

 

Igual, ya sé. Me habías dicho.

Ojalá me hubieras querido distinto.