Calle. Rotonda. Avenida. Plantación de algo que parece maíz. Casas. Lago. De pronto, sendero. De un lado, a la izquierda, bosque; del otro, a la derecha, una verja de madera -Miyagi la hubiera hecho pintar por Daniel San- que separa ese caminito de una especie de prado que, a su vez, separa la vida de un barrio, de casas, de -se supone, también- gente.

463635_10151752517770516_1869021706_oSalgo a caminar. El sol, al mediodía, es fuerte, se siente, quema, pica. Me dejo perder por el sendero. Apuro el paso. De pronto, a unos cincuenta metros, veo a un morocho -metro noventa, zapatillas deportivas, musculosa azul Francia, short blanco-. Me ve y se da vuelta. Vuelve a mirarme. Nunca deja de trotar hacia mí. Vuelve a girar otra vez la cabeza. Y otra vez enfila hacia adelante. A cinco metros de cruzarme, se saca los auriculares, un cable blanco le cuelga del cuello. Levanta una mano. Dice:

-Hi!!

Le respondo agitado mientras recojo mi corazón, que anda por las rodillas, y vuelvo a meterlo adentro de la boca. A los pocos metros dejo de temblar.

Welcome to Canada, pienso, el lugar donde todos saludan, o casi todos, al menos por las callecitas cercanas a este barrio The Truman Show, Springfield, donde todos son Flanders, extremadamente perfectirijillos. Insoportablemente felices.

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1097165_10151752519495516_1499939996_oNo muy lejos de este condominio, de esta especie de barrio cerrado pero abierto de par en par, y siempre dentro de la ciudad de Ajax, hay un lago. Enorme lago. El lago Ontario, el mismo que bordea la costa de ésta y de otras localidades, que sobrevive hasta Toronto, que la cruza, y que llega a Estados Unidos, Niagara Falls. Como si fuera un mar enorme, aunque se trate de un lago. Apenas un lago.

1085195_10151752518200516_1400263152_oHay arena en la orilla, pequeña playa, linda y fresca por la tarde. Y un interminable sendero de asfalto rodeado por árboles, bancos de plaza, flores y arbustos, ideal para el relajo o la práctica deportiva.

A pesar del desconocimiento, sobresalela educación: “Hi!”, “good evening” y “hello!” son saludos corrientes de quien no tiene idea qué sos ni por qué estás, pero que aprovecha el cruzarte para regalar sonrisas.

Malditos Flanders.

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El barrio, comprobado científicamente, es un desierto de casas. A la mañana, o incluso temprano a la tarde, no hay un alma. Parece montado para una película. Apenas un par de pibes vuelven del colegio, alguna señora lleva chicos a la plaza, un par de autos pasan y desaparecen cuadrás más allá.

No hay ruidos, salvo por unos motores que se prenden automáticamente y que le dan aire a cada una de las casas, un sistema central de ventilación que a nadie le falta y que permite que el verano sea llevadero y el invierno, con temperaturas de unos cuantos grados bajo cero, soportable.

1077885_10151752517575516_1280714510_oCasi todas las casas tienen flores o plantas en la entrada, y también en el fondo, con pasto y árboles o arbustos. Hay jardineros que en su camioneta van casa por casa adornando, podando y arreglando; dos que bien podrían ser sacados de una novela con Mariano Martínez y algún otro galán del momento. No importa si no hay nadie en casa: ellos pasan al fondo, por una puerta lateral, arreglan, cobran con el cheque que le dejaron en el buzón y se van.

Orden, siempre -y sobre todo- orden.

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1078954_10151752518915516_1830057657_oY equilibrio. Es necesario. No hay otra manera de explicar por qué en Canadá no son todos obesos. Las tentaciones están a la vista. Más allá de los McDonalds y el resto de locales de comidas rápidas, los supermercados son una invitación al orgasmo alimenticio. Pasillos repletos de cosas dulces. Frutas bañadas en chocolate: frambuesas, granadas, arándanos, etc. Manjares. Cookies. Fiambres y embutidos de puta madre. Productos congelados. Helados.

Para balancear, aire libre: sobran árboles, espacios verdes, senderos para caminar, correr, andar en bicicleta, en rollers. En una de las dos plazas del barrio hay una cancha de tenis y otra de básquet. Para uso gratuito. Para grandes y chicos.

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Frenados en las calles, estacionados en las cocheras, autos. Uno, dos o hasta tres por casa, por familia. Toyota, BMW, Mazda, Audi, Jeep, también Ford.

Un auto modelo 2003 es vetusto, insólitamente antiguo. Sólo el amor por ese coche puede mantenerlo en manos de su dueño: no es caro comprarse uno cero kilómetro, y pagarlo en cuotas es habitual para los adinerados e incluso accesible para los que ganan el sueldo mínimo. La mayoría de las familias se mueve en auto. Eso sí: casi todos tienen caja de cambio automática.

La pierna izquierda, acá, sirve sólo para caminar por los senderos.