Por Fernando Gamarra

El volante vibraba. Era la primera vez que ponía el auto a esa velocidad. Luciano notaba en su cuerpo la adrenalina de la rapidez. En la boca del estómago se acumulaba una sensación metálica de invencibilidad. El pelo giraba en círculos sobre su frente, producto del viento rutero. Se sentía pleno mientras el sol asaba su brazo izquierdo y Babasónicos golpeaba en los parlantes. Del capot gris del auto comenzó a huir un humo blanco, augurio de malas noticias. Luciano miró por el espejo retrovisor para asegurar sus maniobras y se detuvo en la banquina. Desconocía las causas de esa manifestación gaseosa y lamentaba haber hecho oídos sordos a los intentos de su padre por enseñarle cómo funcionan los autos.

Se bajó y dio un portazo. Levantó el capot y se quemó las manos. Eso no podía ser bueno. Miró a su alrededor. Nada. Absolutamente nada. La ruta parecía atravesar un seco y caluroso desierto. Las plantas locales, amarillentas, exhaustas, eran su única compañía viva. Intentaba recordar cuándo fue la última vez que vio algo que mereciera la pena ser recordado, y no podía. No había visto autos, ni casas, ni plantas procesadoras de alimentos, ni siquiera una vaca. Miró su celular, pero no tenía señal. Estaba aislado, solo junto a un auto averiado, a la espera de alguien que lo pudiera ayudar.

Se sentó en el asiento del conductor para escapar del sol. El reflejo del astro mayor en el suelo deshabitado lastimaba su vista. En una hora de espera ni un solo coche se asomó por la ruta. Intentó poner en marcha el auto en cuatro ocasiones. Miró las partes visibles del motor como quien analiza un libro escrito en otro idioma. Las tocó, entregado a un milagro divino. Intentó que funcionara su celular. Lo levantó sobre su cabeza y se paró sobre las puntas de sus pies para ver si con eso alcanzaba. Fue y volvió por la ruta, mirando la pantalla con desesperación. Lo apagó y lo prendió incontables veces, en vano.

Caía la noche. Luciano se mudó del asiento delantero a la parte de atrás del auto a estirar las piernas. Se quedaba dormido intermitentemente, tratando de captar cada sonido que se manifestara cerca. Completó varios sudokus en su celular, pero desistió. Tenía que cuidar la batería. Se tomó media botella de agua de un trago y notó -tarde- que debía racionarla. Comida no tenía. Se había comido el sándwich de jamón y queso en el almuerzo, antes de quedarse varado. El hambre y el sueño llenaban de ansiedad su cuerpo. Se movía enérgicamente en todas las direcciones, pensando. Buscando algún Dios que atendiera sus plegarias miró al cielo nocturno. Se quedó en silencio un largo rato, mirando un río de estrellas brillantes de múltiples colores. Nunca había visto un cielo así, tan hermoso, tan luminoso, tan cercano. El universo le extendía un brazo, y Luciano renovaba sus esperanzas. Tomó varias hojas de un cuaderno y una cinta scotch para armar un gran cartel. Escribió la palabra Ayuda y lo colgó en el baúl de su coche. Se estaba por acostar cuando se le ocurrió hacer otro igual para el parabrisas. Una vez ubicados los carteles, volvió a acostarse en la parte trasera del automóvil y se durmió.

Lo despertó un calor abrasador. El aire viciado y denso se podía tocar. Se bajó del auto y se estiró, con fiaca. El paisaje era el mismo que el del día anterior. Lo torturaba la estabilidad del entorno. Tenía hambre y sed. Tomó un sorbo corto, y sintió el gusto plástico que toma el agua cuando la botella es bañada por el sol. Sentía la boca pastosa. Miró su celular. Aún sin señal, pero con mucha menos batería que el día anterior. Luciano recordaba a Murphy y su ley. Todo lo que pueda salir mal, saldrá mal. Se sentó en el asiento delantero, apoyó su cabeza en el volante e intentó encender el auto. Las lágrimas cubrieron su rostro; los gritos mataron el silencio.

Durmió toda la tarde. El hambre lo confinó al asiento trasero y poco a poco se entregó a la muerte. Había intentado llamar la atención de alguien, alguna persona tal vez oculta por el paisaje, temerosa del desconocido del Chevrolet. Hizo sonar la bocina de su auto, gritó por ayuda, aplaudió. Al anochecer salió del auto y se sentó sobre el capot, mirando al cielo. Hipnotizado, pasó horas observando los dibujos imaginarios de la noche, esos a los que los primeros hombres les atribuyeron historias, poderes, milagros. El universo le extendía un brazo nuevamente. Luciano estiró los suyos y sintió el frío del espacio infinito entre sus dedos. Se durmió con una sonrisa en el rostro, dispuesto a morir sabiendo que había un lugar para él más allá de ese inhóspito desierto.

Una mañana calurosa un auto se detuvo junto al Agile de Luciano. El conductor bajó buscando al dueño del autoinmóvil. Miró por las ventanillas sucias de polvo y arenilla, pero no vio a nadie. Hizo sonar su bocina, gritó y aplaudió, tratando de llamar la atención de alguien, tal vez oculto por el paisaje. Intrigado, pero con apuro, se subió de nuevo al coche y retomó su camino.