Fue el 2 de julio de 1998. Llegó a Tandil, donde el plantel de Boca ya estaba realizando la pretemporada a las órdenes de su ayudante, Carlos Ischia, y no tardó demasiado en darse cuenta de que lo que rodeaba a ese club era un mundo aparte. “Cuando en Vélez hay diez periodistas, acá hay cien”, describiría horas más tarde. Almorzó –sopa crema y pizza, describen las crónicas de la fecha– en la Posada de los Pájaros junto con sus asistentes, el presidente Mauricio Macri y el grupo de jugadores, y dirigió su primera práctica bajo el sol y el viento de Tandil: pantalón de gimnasia azul y campera, también azul, cerrada; los rulos laterales largos, despeinados; la motivación justa, las indicaciones precisas. Fue, exactamente, hace 5279 días. Leandro Paredes, la joyita 2012 de Boca, acababa de cumplir cuatro años.

Fue aquel el estreno de Carlos Bianchi como entrenador de Boca. Había sido anunciado tiempo antes, pero sus compromisos ya asumidos para ser comentarista durante el Mundial ‘98 le impidieron hacerse cargo del plantel. Durante su ausencia, nada falló: Julio Santella se encargó de preparar físicamente al plantel y Carlos Ischia, responsable de ese inicio, armó detalladamente un informe sobre las condiciones de los jugadores, la potencialidad de los pibes y –no menos importante– las características del grupo. En un día, el de su llegada, Bianchi aprovechó eso y su mirada externa. Sabía a dónde iba. Tenía todo –o casi todo– delineado. “Lo más importante es lo que uno puede ver con sus ojos”, describió entonces. Es detallista. Observador.

Rápidamente les dio confianza a quienes creía que iban a ser fundamentales para su Boca: les aseguró titularidad a Guillermo Barros Schelotto y Martín Palermo en esa primera jornada; anunció públicamente, una semana más tarde, que Juan Román Riquelme sería el enganche titular –y jugaría como enganche, sin responsabilidades en la recuperación–. Promovió a varios juveniles, entre ellos Fernando Navas, quien arrancó dentro de los once. Pidió el regreso de José Basualdo, fundamental para su estructura grupal. Apenas sumó jugadores: Hugo Ibarra –por la venta de Ñol Solano, se había quedado sin lateral derecho–, Antonio Barijho –tenía sólo a Palermo como delantero centro– y José Pereda –volante peruano, recomendado por el ex ayudante del Virrey, Osvaldo Piazza–. Eligió con la cabeza, consciente de que las grandes incorporaciones iban a desestabilizar la intimidad y promover los celos. Fue a lo que consideraba necesario para completar el plantel. Y salió a la cancha.

El resto de la historia es todavía más conocida: el Boca de Bianchi ganó el Apertura ‘98 sin perder un solo partido y alcanzó, sumando el Clausura ‘99 (donde también fue campeón), los 40 partidos sin derrotas. Después ganaría la Copa Libertadores, la Intercontinental, más campeonatos locales, más internacionales en esa y su segunda etapa en el club. Nueve títulos en total.

Ahora, 2012, ocho años después de su despedida, la posibilidad vuelve a Bianchi, y a Boca. Hay similitudes: un presidente (Daniel Angelici) de la línea de Mauricio Macri, que está en problemas, como lo estaba el líder del PRO hace 14 años luego del sapo con Carlos Bilardo y del cabaret con Héctor Veira. En aquel entonces, el Virrey no era el elegido por el presidente: “Todos los caminos conducen a Passarella”, se anunciaba en los medios. Varios dirigentes convencieron a Macri de apostar por Bianchi, no identificado con River, de perfil más bajo y probada experiencia. Los caminos, esta vez, conducían a Guillermo Barros Schelotto o Rodolfo Arruabarrena, dos multicampeones con el Virrey. Angelici sabía que Bianchi era la mejor apuesta; Macri, desde afuera, no quería, pero tampoco se opuso. La balanza la inclinaron los hinchas y Riquelme, el pedido popular en La Bombonera cuando Julio Falcioni todavía estaba sentado en el banco. Se va, entonces, hacia lo “seguro”.

Se duda del grupo. Del plantel. Y esa también es otra coincidencia. Hoy suena ilógico, parece broma: en 1998 Riquelme, Guillermo y Palermo no eran titulares indiscutidos de Boca. Tampoco Walter Samuel, que ahora lleva más de una década en importantes clubes de Europa (Roma, Real Madrid, Inter). Ni Chicho Serna, quien se erigió como ídolo, sucesor de Giunta en el “huevo-huevo”. No había figuras. Todo eso fue producto de Bianchi. Supo elegir y dar confianza. Supo bajar los decibeles de la interna –Riquelme y Palermo/Guillermo siempre tuvieron una relación con cruces–, supo unir en las diferencias (“el respeto de los demás uno se lo gana respetando a los otros”. La Nación, 20 de julio de 1998). No había líder unificador de las partes, y el Pelado eligió a Diego Cagna como capitán. Logró hacerles entender a los jugadores que adentro de la cancha no eran uno, sino un todo, y que debían seguir su idea (“esto es como una familia, donde el ejemplo lo tiene que dar el padre”). Los comprometió con el objetivo que parecía irrealizable (“conseguir un título es una obsesión para la gente”), pero apeló a un perfil bajísimo, con retos y mimos, con un discurso unificado alejado del triunfalismo. Hizo sentir importantes incluso a los que no jugaban nunca. Y a pesar de que el juego de su Boca nunca fue vistoso (“el equipo más regular es el que sale primero, no el que da más espectáculo”), llegó al corazón. Tarde, quizá: el ‘que de la mano / de Carlos Bianchi / todos la vuelta vamos a dar’ se oyó recién en la 15ª fecha, después de que Boca le ganara a Talleres, a dos partidos de la primera vuelta olímpica, ante Independiente.

Y hoy ya se escucha. Se escuchó el miércoles en el festejo de los hinchas en el Obelisco. Y se escuchará, seguro, en la cancha, si el entrenador termina de arreglar su tercer mandato en el club.

BIANCHI

Bianchi no es sólo el técnico que consigue resultados (si fuera por eso, Falcioni seguiría en su cargo: un título local, la Copa Argentina, una final de Libertadores y chances en los otros torneos). Es, por sobre todas las cosas, alguien que asegura la paz interna. La del grupo, sobre todo; la de la dirigencia casi nunca lo afectó. Él suele lograr abstraerse de la construcción política que lo rodea para hacerse fuerte y fortalecer a su plantel, y sale –habitualmente– favorecido por su conducción puertas adentro. Es, además, el que puede conseguir que vuelva Riquelme sin imposiciones propias ni de la dirigencia. Es, en defintiva, lo que quiere la mayoría de los bosteros. El que también necesita dejar a un lado su paso como manager, en 2009, sin los logros del antaño. Es volver para atrás, a lo ya vivido, pensando en salir adelante. Es el que piensa, hoy, como pensaba en 1998: “El banco de Boca no es una silla eléctrica. Es un lugar donde a uno le exigen resultados”.

 

Nota publicada el 14 de diciembre de 2012 en El Gráfico Diario, suplemento del diario Tiempo Argentino.