por Luciana Zopatti

Obispo San Alberto 2840, 2°A. El lugar de todos nuestros encuentros. No te acordabas la altura de la calle pero conocías el camino de memoria y reconocías el edificio por las columnas negras que adornaban la entrada. Estacionabas donde podías, tocabas el timbre del portero eléctrico y yo bajaba, nerviosa y contenta, a darte la bienvenida a este espacio en el que por unas cuatro horas nos íbamos a olvidar de tu estado civil.

Yo me hacía la distraída y saludaba a algún vecino mientras vos escondías en uno de tus bolsillos ese anillo dorado que coronaba tu dedo anular. Mentíamos y nos creíamos: vos, porque pensabas que tu excusa del fútbol con los chicos había dado resultado; yo, porque pensaba que podía despedirte de un portazo cuando quisiera.

Entrábamos al departamento y cumplíamos paso a paso con el ritual de tus visitas a escondidas: te sacabas el reloj, te lavabas las manos y me dabas un beso. Rápido, seco, de costumbre. Acomodabas la mochila sobre la silla y dejabas sobre la mesa un chocolate Shot y una tirita con tres preservativos marca Tulipán para cuando nos despertaran las ganas. Poníamos música, siempre elegíamos algo de Sumo o Divididos. Cantábamos y saltábamos al ritmo de “Aladelta” o “El 38” convirtiendo ese dos ambientes en una sede del Teatro de Flores donde me hubiera gustado llevarte tantas veces.

Abríamos dos latas de cerveza: una roja o una rubia para mí, siempre IPA para vos; y devorábamos un paquete de maní o una bolsita de papas que aparecían en la alacena entre los fideos, la polenta y el azúcar. Casi siempre brindábamos por Mollo y los goles de Boca. Nunca por nosotros. Una vez hasta le cantamos el feliz cumpleaños a Spinetta. Yo tragaba mi tristeza y mis ganas de mandarte a la mierda con cada sorbo porque te pedía que te quedaras pero “ya hablamos de esto”. Me dabas esas respuestas de libro berreta y lo peor es que no te podía decir nada.

Te preguntaba cuándo había sido la última vez que habías venido y me decías que no te acordabas. Yo siempre me acordaba pero hacía como si no importara. Pero mirá cómo me importaba si cada vez que te ibas recordaba esa noche que me habías dejado cenando sola porque el pibe que traía la pizza se había demorado y vos tenías que volver corriendo a tu casa. Y ahí me había quedado, limpiándome las lágrimas con la misma servilleta donde caía la muzzarella derretida. Y me decía que era la última vez, que basta, que iba a dar el portazo que te merecías. Pero volvías a llamarme porque me extrañabas y te volvía a abrir la puerta.

Literalmente, la puerta de Obispo San Alberto 2840, 2°A. Yo, la segunda del segundo, me había acostumbrado a reciclar mi tristeza una y otra vez. Así, como si tuviera un corazón biodegradable que se desintegra y se vuelve a usar.

Me intrigaba saber cómo diseñabas en tu cabeza esa matriz de excusas sin levantar sospechas. Dormíamos un rato y después me dabas el último beso. “Bueno, Cenicienta se convierte en calabaza”, decías mientras te cambiabas para irte. Qué forro. Te devolvía un beso con sabor a amargura y nostalgia porque la próxima vez, me juraba, no te iba a abrir la puerta.

Tres, cuatro, diez veces más te abrí. Tirando mi dignidad en el tacho de reciclables.

Y hoy, tres meses después, con más de once llamadas perdidas tuyas y dos mensajes que todavía no leí, me pregunto qué cara habrás puesto cuando, después de estacionar el auto frente al edificio de columnas negras y tocar el timbre (una vez, dos, tres veces) y caminar impaciente por la vereda y llamarme y mirar hacia arriba, viste en el balcón del 2°A un cartel con letras rojas que te gritó “SE ALQUILA”.