por Silvina Gigante

 

Nunca me adentré en el mar lo suficiente como para flotar sin hacer pie. Necesito sentir el fondo. La estabilidad y la firmeza de un suelo, incluso bajo el agua.

Contemplar su inmensidad desde la orilla me calma con la misma intensidad con la que me abruma. El ruido de las olas puede ser canción de cuna y también la respiración del monstruo que vive abajo de mi cama.

El mar es belleza y terror. Una grieta entre continentes que yace sumergida kilómetros y kilómetros hacia abajo. Pensar en sus profundidades, en todo eso que empieza o termina en la línea del horizonte, me atemoriza. Las fosas marinas son reinos enteros de arena que no conocen la luz del sol ni su calor. Habitadas por criaturas hechas de escamas, aletas, espinas y tentáculos. Ojos negros que no parpadean nunca. Respiran agua y pasan su vida nadando a oscuras, sin rumbo.

 

Mis veintinueve llegaron como una seguidilla de olas inmensas que me revolcaron sin piedad. Cualquier intento por barrenarlas, por empujar en contra de esa fuerza, fue en vano. Me hundieron y me arrastraron. Me dieron vuelta una vez, dos. Mil. Enredándome entre algas y bolsas de plástico. Se llevaron el aire y dejaron agua. Agua que todo lo mueve y todo lo puede. Entraba a montones. Por la nariz, por la boca, por las orejas. A veces salía por los ojos.

Doce meses después, llegué naufragando a la orilla de los treinta con los huesos rotos, moretones de todos los colores y los brazos cansados. Me ardía hasta el pelo. Me purgué de adentro hacia afuera, escupiendo sangre con arena y sal. La piel se arrugó un poco, sobre todo en los extremos de los ojos. También se hizo más gruesa en los lugares donde hacía falta. El corazón era el mismo, pero los latidos tenían otro ritmo.

 

El cambio de década se llevó personas importantes y trajo otras, como figuritas. Pintó las paredes con una paleta de grises que mis ojos binarios no habían visto nunca. Abrió cajones y sacó papeles que tenía escondidos. Los ordenó para que esta vez los leyera, antes de guardarlos.

Llenó la mesa de luz con otros libros y en el placard dejó dos sweaters con olor a mi mamá. Me hizo llorar sus aniversarios de muerte y festejar cumpleaños sin ella. Me consoló con una perra tricolor, de orejas de felpa, que duerme a mis pies.

Armó y desarmó proyectos a su antojo, sin consultar. Consiguió un par de pasajes de avión, que acepté de buena fe. Me invitó a mirar la luna desde otros balcones y a decir lo que haya que decir, en lugar de barrer palabras debajo de la alfombra.

Armó una caja de espejos y me encerró adentro para que pudiera verme desde todos los ángulos, no sólo desde los que me favorecen.

Me preguntó si todo lo que había tallado en piedra, años antes, no se habría erosionado un poco con la marea. Mientras recalibraba la brújula, me enseñó a respirar hondo y abrazarme fuerte.

Expuso mis cartas. Todas menos una, que escondí y que voy a meter de nuevo en el mazo cuando nadie esté mirando. Me sentó en sillones a tener charlas incómodas y en bares casi todos los jueves. También me sacó a bailar un par de sábados, para desoxidar el cuerpo y desenredar el pelo.

Llenó la casa de velas aromáticas, de lima y verbena, y me recordó que todavía están permitidos los baños de inmersión con espuma. Me pidió que baje más seguido los pensamientos a papel.

Propuso rearmar el rompecabezas pero, esta vez, sin mirar la foto de la caja. Encontrar el lugar de cada pieza, sin forzar los bordes para que encastren. Juntar los pedazos y aprender a construir algo nuevo que tenga sentido. Para mí.