935855_10151751638895516_261043315_nAjax, Ontario, Canadá.

O bien podríamos llamarle The Truman Show.

Ajax está en las afueras de Toronto, tiene más de cien mil habitantes y una particularidad no exclusiva de la región, pero que llama la atención para los que vivimos en tierras más frenéticas: sobra paz.

Sus callecitas tienen ese qué se yo que ostenta la perfección: un tanto de película, unas partículas de incredulidad, calma absoluta, bastante de aburrimiento. Porque así es la perfección: aburrida. Y por eso somos (queribles) como somos.

Para la gente común de Ajax, trabajadores de clase media de distintos ámbitos laborales, la rutina es idéntica: despertarse temprano, desayunar, llevar a los hijos a la escuela o ver cómo se van solos rumbo a la parada del bus, ir a trabajar, volver a la tarde, entre las cinco y las seis, y hacer tareas para el hogar (compras, regar plantas, arreglar alguna que otra falla edilicia).

Para el turista la rutina es un tanto más precaria: dormir, comer, caminar, escribir, trotar, leer, tomar sol, dormir, comer, caminar, trotar, tomar sol, leer. Sacar fotos, a lo sumo, una igual a la otra, porque todas las calles son idénticas, todas las casas perfectas -perfectirijillas, diría Flanders, que tan bien se sentiría en estos pagos-, cada una con su arbolito, su césped, sus flores coloridas. Al menos en verano.

No hay absolutamente nada que hacer en algunos de los barrios de Ajax, como éste, un pedazo de tierra cementada y rebautizado -no oficialmente- como Lexington County. El barrio está a un kilómetro de la ruta y de ahí hay que hacer otro más hasta el “centro comercial”. Si uno se queda sin fideos, sin azúcar, sin vino, sin puchos, no queda otra: dos kilómetros. Si uno se tienta con algún postre, hay una solución: dos kilómetros. Si uno necesita sin falta un medicamento, la respuesta es la misma: dos-ki-ló-me-tros.

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No hay edificios, por aquí. Sólo casas, todas igualitas, aunque diferentes en su similitud. Cambian los colores, agunos techos, lostamaños, las formas (hay de dos o tres plantas, con altillo o sin él, con cochera para uno, dos o tres autos, con balcón aterrazado o sin balcón), pero no hay nada que llame la atención más que algún aro de básquet en una entrada, y no en otra. Nada que diferencie clase, raza o credo.

Ni un kiosco.

Ni un bache.

Ni un ruido.

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Porque la gente, desde la mañana hasta la tarde, trabaja.

Después, sí, esa gente vuelve: riega las plantas, se va a correr, hace un asadito -si así se le puede llamar a tirar alguna carne sobre una parrilla a gas-, mira cómo sus hijos juegan o andan en bicicleta. A las 7, pleno sol, día de verano absoluto, se cena en Ajax. A las 10, cuando el sol acaba de irse, no hay un ruido. Es como si se hubiera apagado todo.

Tampoco hay papeles en el piso, y casi no se ven colillas de cigarrillos. Adentro de las casas no se fuma. Nadie fuma. Afuera, poco. Será la costumbre, la salud, la buena vida, o tal vez el precio: unos diez dólares el atado de veinte.

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Dos kilómetros. Y un centro comercial. Se trata de un enorme estacionamiento al que se entra directo desde la ruta, y que está rodeado de locales: GAP, Banana Republic, Walmart, Roots, McDonalds, Starbucks, electrónica, juegos, regalería, más ropa, niños, adultos, mayores, rebajas, ofertas y una especie de “todo por un dólar”. Y, cruzando la ruta, restaurantes. Un pub. Un boliche.

Como en Argentina y en otras partes del mundo, al entrar a los locales rápidamente se acerca un empleado. El “just looking” funciona a la perfección para los menos ávidos en lenguas gringas. Repele, de alguna manera. Ayuda.

Los supermercados son una locura. Dan ganas de cerrar las puertas y quedarse a vivir ahí adentro para morir, horas después, atragantado de cosas ricas: dulces, chocolates, cookies, galletas, frutas bañadas en chocolate, chocolate bañado en chocolate y relleno de chocolate con chocolate, helados.

Pero también hay tentaciones sanas: cereales, comidas con menos grasa y una variedad de opciones para el ejercicio: senderos habilitados sólo para bicicletas o las caminatas, parques enteros con caminitos de asfalto a orillas del lago.

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El que pensó en la película The Truman Show, sin dudas, pasó por Ajax. O por alguna ciudad similar. Hay varias, todas parecidas, una al lado (kilómetros de por medio) de la otra.

Se vive bien. Se trabaja el horarios normales. Se camina lento. El tránsito es fluido, y si no lo es, al menos es ordenado. Nadie cruza en rojo. Cuando hay un robo o un asesinato, la gente se indigna: no es habitual. Días atrás, todos los canales y diarios pasaron varios días levantando la noticia de que un ladrón entró a una casa de familia. Vecinos furiosos, periodistas levantando el dedito.

Entró a una casa, robó un par de cosas, no tocó a nadie. Lo encontraron a los dos días. Lo detuvieron.

Fin de la noticia.

Y vuelta, de vuelta, a la rutina.